miércoles, 6 de mayo de 2015

La Campiña de Córdoba


El Guadalquivir y las sierras subéticas delimitan la feraz campiña cordobesa. Al sur de la vega, en la cuenca del río grande, se elevan suaves colinas, calvos alcores, collados de formas sinuosas y tierra fértil de asombrosa historia geológica. Entre las lomas aparecen desiguales vallecillos y regajos; pequeñas mesetas y llanuras casi siempre repeinadas por el arado. Caminos, serpenteantes o francos, van de hito en hito: besanas, parones, ermitas, fuentes, atalayas, cortijos, casillas, aldeas, villas, pueblos... forman un tejido casi orgánico sobre el que ha sedimentado gran parte de nuestra historia. A pesar de estar acuñada con una gallarda “ñ” española, campiña enraiza su origen en el término latino campus, “terreno plano”; pero ya sea por justicia poética o paradoja endémica no es precisamente llana esta tierra -por muy campus que sea en su origen-, y por ironías del lenguaje comparten “campesinos” y “campeones”, frutos. Los primeros resultado de labrar el campo, los segundos por vencer en batallas campales, dando siempre la cara sin ardid que valga. Volviendo la vista atrás, reconforta saber que otros libran las batallas por nosotros, y que las monótonas dietas cortijeras fueron cambiando -en metamorfosis singular- en nuestra rica gastronomía actual. Y es que comer todos los días a base de pan, ajo y agua, con pizca de sal y chorreón de aceite hubo de ser cansado: migas, sopas de ajo, albos salmorejos y gazpachos blancos se repetían según las estaciones; y a mediodía: siempre garbanzos con tocino ad líbitum. Por suerte lejos quedaron las “botas de cartera”, reforzadas con herraduras y tachuelas de punta a rabo. ¡Debían de pesar en los bujeos cordobeses al clavar el arado de vertedera! Y a pesar de sentir alivio algo se remueve en las entrañas cuando sopesamos cuán alto ha sido el precio a pagar por nuestras comodidades. El contacto sencillo con los vecinos, conocer que cada mata tiene nombre, donde anidan los jilgueros y verderones o  leer las señas del tiempo. Vacas pajunas, berrendas en negro o en colorao, negras del Guadalquivir, cochinos ibéricos manchados o lampiños, el vigor híbrido de las mulas y mulos que daban las semillas de los burros rucios de nuestras tierras, hoy son todas razas en serio peligro de extinción. Hasta los “curillas” o “aceiteras” -con jugos capaces de matar al mismísimo Fernando el Católico en busca de un primogénito con Germana de Foix- han desaparecido de las lindes de los trigos secos. Era bonito verlos arrastrando su panza infinita. Por perder, hasta se le ha perdido el respeto a ganaderos y agricultores, los únicos capaces de darnos de comer cada día. Por suerte, las gentes del campo, los de la campiña, aunque seamos nacidos en la capital, aún conservamos un ápice de humanidad, aun acostumbramos a decir “¡Buenas tardes!”, al cruzarnos con cualquier desconocido al borde de cualquier camino polvoriento debajo de una encina. No perdáis la humanidad que os queda. No perdáis vuestra campiña.